Fray ejemplo es el mejor
predicador.
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La
viuda que emociona a Jesús al echar las dos moneditas no actúa con bombo y
platillo, con pompa, con aparato, haciéndose notar. Jesús aprovecha la ocasión
para enseñarnos: "Guardaos de los escribas, que les gusta pasear con vestidos lujosos y
que los saluden en las plazas, y ocupar los primeros asientos en las sinagogas
y los primeros puestos en los banquetes; que devoran las casas de las viudas
mientras fingen largas oraciones" (Mc 12, 38).
Ocupar
los primeros asientos, llevar vestidos lujosos, devorar, fingir… no es vivir el
cristianismo, no es ser imitadores de Jesús, sino todo lo contrario y además
vemos que Jesús está diciendo algo nuevo, que no es lo “normal”, no es lo que
se tiene que hacer, no es lo que hace todo el mundo que se precie.
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Francisco nos viene
hablando asiduamente de ese vivir de fe, ese ser auténticos y, entre otros muchos
momentos, se refirió a una realidad cotidiana que, con la luz de la fe, suele re-considerarse
más a fondo cada noviembre, el mes de los difuntos: "la muerte es como un
agujero negro que se abre en la vida de las familias y al cual no sabemos dar
explicación alguna"
(Aud gral 17-VI-2015). Si no hay fe, no hay luz para ver. En su primera
encíclica “La alegría del Evangelio” (Evangelii gaudium, EvG), fechada en la
clausura del Año de la Fe (24-XI-2014), dejaba escrito que “el Resucitado envía a los suyos a predicar
el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se
difunda en cada rincón de la tierra” (EvG, 19).
La Iglesia siempre ha tenido en cuenta lo que recordaba Juan Pablo II en su encíclica “Fe y razón", que "la fe cristiana iluminó la Filosofía pagana griega" (FR, 54). Eso ocurrió entonces pero hay tiene que seguir iluminando las culturas, filosofías y religiones de la humanidad.
Pero
la fe no es una luz teórica sino que tiene que poder notarse y ser reconocida
en la vida diaria, como recuerda el salmo: “Alaba,
alma mía, al Señor que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los
hambrientos, liberta a los cautivos; abre los ojos al ciego; guarda a los
peregrinos. Sustenta al huérfano y a la viuda” (Ps 135). Por eso Francisco, también nos
recordaba que “es urgente recuperar el
carácter luminoso propio de la fe (…) capacidad de iluminar toda la existencia del hombre” (LF
4).
Toda existencia humana tiene en cuenta la Historia, tanto la personal como la colectiva, y no deja de ser interesante recordar que al cardenal
teólogo Ratzinger, luego papa Benedicto XVI y emérito, le fascinó la interpretación
de la Historia según san Buenaventura. Se ve que hay interpretaciones que no
gustan, que no atraen, que no parecen correctas.
Todos
nos habremos preguntado alguna vez en la vida si podemos cambiar la Historia,
si somos unos comparsas, si solamente somos objetos de una tragedia. La
historia de los hombres es viva y no un fósil y por tanto la Tradición de
cualquier civilización, cultura o religión, camina en la Historia y con ella se
enriquece. Los creyentes en Dios saben que es el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob porque se ha ido manifestando a lo largo de la Historia (colectiva y
personal). Para los cristianos se ha recuperado el sentido de la Historia que
impulsó el papa León XIII y el Concilio Vaticano II en Lumen gentium, rescatando la olvidada perspectiva sapiencial de los
Santos Padres de la Iglesia (SSPP).
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En
el Evangelio de san Juan se lee la afirmación de Jesús que nos dijo «Yo he
venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas»
(Jn 12, 46). Por eso Jesús ilumina la vida de cada hombre y nos
ayuda a reconocer errores cometidos que hay que evitar, olvidos que se han de
recuperar y a descubrir cosas que antes no se veían al estar el mundo en
tinieblas.
Un error frecuente ayer y hoy y
mañana es el de la libertad de cada hombre. Juan Pablo II en su primera encíclica Redemptor hominis (4-III-1979), por ser muy importante tenerlo en
cuenta, recogía un texto literal del Concilio Vaticano II: “La Iglesia, en virtud de su misión divina,
se hace custodia de esta libertad que es condición y base de la verdadera
dignidad de la persona humana (GS, 24)”.
Y
en otros párrafos escribía sobre la fidelidad a la vocación recordando
que los esposos, los sacerdotes, todos nosotros, hemos de actuar en el pleno
uso del don de la libertad y de san Pablo recuerda que para tal “libertad nos
ha liberado Cristo” y nos libera siempre. ¡Respetad la dignidad y la libertad
de cada uno!
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“Lumen fidei” termina dirigiéndonos “en oración a María, madre de la Iglesia y
madre de nuestra fe. ¡Madre, ayuda nuestra fe! (…) Enséñanos a mirar con los
ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino” (LF, 60). Y en “Evangelii gaudium” dejaba escrito que “Ella es la mujer de fe, que vive y
camina en la fe, y «su excepcional peregrinación de la fe representa un punto
de referencia constante para la Iglesia»”
(EvG, 287).
Vivir de fe no es vivir de la fe; es seguir a Cristo negándose a uno mismo y llevando la cruz de cada día. No es la fe algo para ensalzarse, para imponer, para aterrorizar.
Vivir de fe no es vivir de la fe; es seguir a Cristo negándose a uno mismo y llevando la cruz de cada día. No es la fe algo para ensalzarse, para imponer, para aterrorizar.
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