Tened las lámparas
encendidas

En
la reciente fiesta de la transfiguración de Jesús en el Tabor (6 agosto), Pedro
recordaba en su segunda carta que a “la
palabra de los profetas hacéis muy bien en prestarle atención, como a una
lámpara que brilla en un lugar oscuro” (2Pt, 1 19). Los profetas son
lámparas encendidas como las bombillas porque también dan luz que no es propia
sino que les llega al estar conectadas a la red.
“La fe es certeza en las cosas que se esperan;
y prueba de las que no se ven” (Heb 11, 1-2. 8-19). No es que no se vean
por falta de luz sino por no meter la inteligencia en el misterio para “ver” hasta
donde uno es capaz. Y no se consigue a la primera intentona, de un plumazo. La
luz de la fe es don divino en la inteligencia por ser imagen y semejanza
de Dios, lo cual que conlleva conocer la verdad y poder hacer las cosas de la vida
diaria como las haría Él en nuestro caso.
En
la próxima solemnidad de la asunción de María, tenemos ante los ojos un dato de
fe, o sea de algo que no se “ve” pero de lo que podemos vislumbrar al menos una
partícula de verdad en esta nuestra vida terrenal de la que fue sacada María y de una
manera excepcional respecto al resto de los hombres.
El
Catecismo de la Iglesia recoge un texto bizantino, de los cristianos de Oriente,
en donde se lee que “en tu dormición no
has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la
fuente de la Vida [Liturgia bizantina, Tropario fiesta Dormición, 15
agosto] (CEC, 966). Se va pero se queda.

María,
como su hijo Jesucristo, está en el cielo y, mientras tanto, nosotros aguardamos su gloriosa y
segunda venida al final de los tiempos. Entonces será realidad real para los
humanos el reino de Dios que ahora se siembra pero como no está de manera
definitiva, por lo que algunos se ponen nerviosos e impacientes pues quieren ver
ya ahora y aquí en la Tierra la implantación definitiva. Para ellos, sobre
todo, Francisco se desgañita en recordar que hay que evitar el clericalismo es una debilitación del sentido escatológico y una pérdida de
conciencia sobre las características que Dios ha querido que tenga el tiempo
que media entre la Resurrección y la Parusía. El triunfo de Cristo resulta
entonces traído a la Historia actual e identificado con el triunfo humano,
terreno, del cristiano. El clericalismo -dice Francisco- es un cáncer que se está tratando con sesiones de quimio para extirparlo o al menos reducirlo y que no sea letal.
Cada ser humano, hombres y mujeres, laic@s, hacen lo
que pueden para sacar adelante este mundo e irlo mejorando (si es posible); a
toda la humanidad se dirige Dios y se dirige la Iglesia. A Dios le importa pero
muy mucho este mundo que él creó para el hombre, encargándole que lo trabaje,
lo mejore, lo haga una antesala del cielo. El Concilio Vaticano II se
clausuraba con el “mensaje a la humanidad” de los padres conciliares, a todo@s, y donde se
lee: “A vosotros todos, artistas (…)
poetas y gentes de letras, pintores, escultores, arquitectos, músicos, hombres
de teatro y cineastas”.
Lo recordaba Juan Pablo
II (cf NMI, 56) impulsando las indicaciones conciliares para hacerlas vida y con las lámparas encendidas, ir “viendo” la inagotable profundización
teológica de la verdad cristiana que ayuda a entender cada vez mejor que el
cristiano no puede encerrase en el templo. La profundización no es monopolio del
clero y de los teólogos masculinos. Por vocación divina -¡mar adentro!, ¡Id
al mundo entero!-, debe ser cosa
de tod@s, estando abiert@s al mundo, dialogando con las filosofías, las
culturas y las religiones que sin ser cristianas, son parte de la luz divina
para la inteligencia humana.

Se sigue leyendo en VG que “Sapientia christiana
(de Juan Pablo II en
abril 1979), remitiéndose
a la Gaudium et spes (del Concilio Vaticano II, 1962-65), deseaba que se favoreciera el diálogo con
los cristianos pertenecientes a otras Iglesias y comunidades eclesiales, así
como con los que tienen otras convicciones religiosas o humanísticas, y que
también se mantuviera una relación «con los que cultivan otras disciplinas,
creyentes o no creyentes», tratando de «valorar e interpretar sus afirmaciones
y juzgarlas a la luz de la verdad revelada» (cf GS 62)”.
El
Papa polaco Wojtyla, en Redemptoris Mater,
escribió que “la peregrinación de la fe
ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios; glorificada junto al Hijo en los
cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la visión «cara a cara».
Al mismo tiempo, sin embargo, en este cumplimiento escatológico no deja de ser
la «estrella del mar» (maris stella) para todos los que aún siguen el camino de
la fe”.
Juan
Pablo II, en la carta ap sobre “la dignidad de la mujer”, recuerda que Jesús
conoce la dignidad del hombre, el valor que a los ojos de Dios tiene cada varón
y cada mujer. Con esos mismos ojos mira María a l@s hij@s de Dios y así puede
llegar a hacerlo cada bautizad@, otro Cristo (cristian@) decía san Pablo; otro Jesús (jesuita) decía
san Ignacio.
Francisco acaba de enviar una
carta a todos los sacerdotes pero como el pueblo de Dios es un pueblo
sacerdotal, lo que escribe a los clérigos que tienen el «sacerdocio
ministerial», sirve para tod@ bautizad@ que tiene el «sacerdocio real» (como lo
llama san Pedro).
La carta la termina acudiendo
(como siempre) a la madre de Dios y madre de la Iglesia y pide “contemplar a María. Ella (…) nos enseña la
alabanza capaz de abrir la mirada al futuro y devolver la esperanza al presente
(…) miremos a María para que limpie nuestra mirada de toda “pelusa” que puede
estar impidiéndonos ser atentos y despiertos para contemplar y celebrar a
Cristo que vive en medio de su Pueblo.
(…) La historia humana no termina ante una piedra
sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva” (cf. 1P 2, 4): Jesús resucitado. Nosotros, como
Iglesia, estamos fundados en Él” (Carta,
4 agosto 2019).

“Ella es la mujer de fe (…) representa un
punto de referencia constante para la Iglesia” (EvG, 287).
En la “encíclica
verde” Laudato si (LSi) también
recordaba que “María (…) Elevada al
cielo, es Madre y Reina de todo lo creado (…) Por eso podemos pedirle que nos
ayude a mirar este mundo con ojos más sabios” (LSi, 241).
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