“Amad a vuestros
enemigos”
Los
magos llegados de Oriente a Belén, tras recalar en Jerusalén (cf. Mateo 2,
1-12), representan a la humanidad entera pues se dijo que eran tres persas para
simbolizar a los tres continentes entonces conocidos pues no se conocía América
ni toda Asia ni toda África negra ni Oceanía.
El
Verbo se hizo carne, el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre
para nuestra salvación, para realizar la llamada redención de la humanidad, de
toda. Lo hizo para recomponer todo según el proyecto del Creador que había sido
roto por el pecado. No vino en carne y hueso para salvar y redimir a unos pocos
y privilegiados. La tarea de Cristo es universal y por eso Juan Pablo II
llamándole “el redentor del hombre” abarcaba a tod@s y cada un@, tanto a todos
los varones como a todas las mujeres de todas las razas, de todas las épocas
históricas, de todos los rincones del planeta Tierra.
Esa
universalidad de la tarea de Jesús de Nazaret se derrama por el Evangelio que,
en expresión del propio Cristo, comunica a todas las gentes esa realidad divina
para con la humanidad y por eso así es la misión de la Iglesia, instrumento
universal de Dios.
La idea parece fácil de decir y de escribir pero vivirla día
a día, sin excepción alguna, es harina de otro costal aunque no han faltado a
lo largo de los siglos de cristianismo, quienes lo han vivido bien. Es Jesús
mismo que dijo a los suyos Amad a vuestros enemigos y rezad por los que
os persigan (…) Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¿Acaso
no hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a vuestros
hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? (Mt 5, 44.46-47).
Cada
7 de enero es san Raimundo de Peñafort (†1275
con 99 años), dominico que, entre otras tantas cosas, se dedicó a la
evangelización de judíos y musulmanes, según su leal saber y entender y por
ello pidió a santo Tomás de Aquino que escribiera la Suma contra gentiles.
Cada
8 de enero el santoral conmemora a san Severino
(†482), agustino, patrono de
Viena y Baviera, quien se negó a ser obispo y ante las terribles
embestidas de los Hunos que sembraban la desolación y la ruina, y cuando
algunos identificaban a Atila con el anticristo, entendió que la fuerza de esos
jóvenes pueblos bárbaros era imparable y la decadente sociedad romana
recuperaría con ellos el vigor.
Juan
Pablo II, en su primera encíclica “El Redentor del hombre” (Redemptor hominis,
RH, 1979) homenajeando al Concilio Vaticano II y a Pablo VI, recuerda con ellos
que “La vida de Cristo habla al mismo
tiempo a tantos hombres que no están en condiciones aún de repetir como Pedro:
“Tú eres el Mesías, el Hijo de
Dios vivo”. La Iglesia vive su
misterio y busca continuamente los caminos para acercar este Misterio de su
Maestro y Señor al género humano, a los pueblos, a las naciones, a las
generaciones que se van sucediendo” (RH, 7).
“El hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por
Cristo, porque con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido
Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello”
(RH, 14).
“La conciencia de la Iglesia debe ir unida con una apertura universal, a
fin de que todos puedan encontrar en ella «la insondable riqueza de Cristo» (…)
Tal apertura (…) determina el dinamismo apostólico, es decir, misionero de la
Iglesia” (RH, 4). Parece que Francisco está repitiendo sus palabras.
“Todo hombre está penetrado por aquel soplo
de vida que proviene de Cristo (…) Esta unión de Cristo con el hombre es (…)
dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito,
encarnado y nacido de la Virgen María (…) La Iglesia, mirando con los ojos de
Cristo mismo, se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un tesoro:
el tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación
divina” (RH, 18).
Benedicto XVI, en “La puerta de la fe” (Porta fidei,
PF), convocando “el año de la fe” entre X-2012 y XI-2013, escribió: “Hoy como ayer, él [Cristo] nos envía por los caminos del mundo para
proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19) (…) El compromiso misionero de los creyentes saca
fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar”
(PF, 7). Parece que Francisco está repitiendo sus palabras.
En
su primera encíclica “Dios es amor” (Deus caritas est, DCE, 2005), el hoy Papa
emérito dejaba escrito que “cuando Jesús
habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer
que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo
abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su
propio ser y actuar” (DCE, 12). La Iglesia en salida es el Evangelio mismo
y no una ocurrencia de alguien.
“Es posible el amor al prójimo en el sentido
enunciado por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo
también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco (…) verlo con los
ojos de Cristo (…) puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita” (DCE,
18). Ese detalle de cariño lo entiende y agradece cualquier varón o mujer
incluso de Cromagnon o Neandhertal.
Francisco viene
repitiendo lo mismo que sus antecesores ya desde su primer documento “La
alegría del Evangelio (Evangelii gaudium, EvG, 2013) donde recuerda que “La evangelización obedece al mandato
misionero de Jesús: «Id y haced que
todos los pueblos sean mis discípulos» (…) el Resucitado envía a los
suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que
la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra” (EvG, 19).
“Fiel
al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el
Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras,
sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede
excluir a nadie” (EvG, 23).
“La
Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que
se involucran, que acompañan (…) experimenta que el Señor tomó la iniciativa,
la ha primereado en el amor (cf. 1Jn 4,
10)” (EvG, 24).
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