domingo, 10 de noviembre de 2019

CADA VEZ MÁS CERCA DEL FINAL

La vida no se acaba, se transforma


Desde el 1 de Noviembre, solemnidad de «Todos los santos», hasta Navidad en que meditamos acerca de la 1ª venida de Jesucristo en Belén y en su 2ª y definitiva venida a la tierra, también es ocasión para re-considerar lo conocido y querido de la caducidad de esta vida terrenal y la eternidad de la vida de después de la muerte.

La vida no se acaba ni se destruye, sino que, como la energía, se transforma. Cuando se inicia un embrión no se ha creado vida pues tanto el óvulo materno como el espermatozoide paterno son células vivas. Ante un cadáver se sabe que el cuerpo está desanimado y se corromperá pero la vida humana no se ha terminado. La persona subsiste pues su alma, al ser espiritual (y por eso no se ve) es inmortal, y la vida sigue aunque en una etapa intermedia hasta la definitiva que se iniciará con la resurrección de la carne.

 

Dios creador hará una re-creación y como en la primera, sacará de la nada lo que haga falta. Dice el Apocalipsis que habrá un cielo nuevo y una tierra nueva (Apoc 21, 1-5), no dice que al final de los tiempos, los sucesos apocalípticos sean para la liquidación de la humanidad y del cosmos.

 

Francisco ha recordado que nacemos para resucitar. "La vida es una salida: del vientre de la madre a la luz, de la infancia a la adolescencia y la juventud, de la juventud a la edad adulta, etc.... hasta que dejemos este mundo" (homilía 4-XI-2019).


Uno de los 7 hermanos Macabeos, martirizados junto a su madre, hablando en nombre de los demás, le dice al rey: “tú, criminal, nos quitas la vida presente pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna”. El tercero (…) dijo con valentía: «espero recibirlos de nuevo.» (2Macb 7, 1-2. 9-14).

En la proclamación del Evangelio de hoy según Lucas (Lc 20, 27), le oímos que nos dice que “se le acercaron algunos de los saduceos, los cuales niegan la resurrección”. Jesús habla de la vida eterna incontables veces, es una constante en su obrar y en sus palabras. En la última cena en el cenáculo Jesús rezaba en voz alta diciendo a su Padre y Padre nuestro: “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado (Jn 17, 3).

El evangelista Juan recordaba que “estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1Jn 5, 13). El joven rico le preguntó qué hacer para ganar la vida eterna (Mt 19, 16). En la 2ª Lectura de este domingo XXXII (ciclo C) del TO, Pablo recuerda esta realidad real: Dios nuestro Padre, que nos amó y gratuitamente nos concedió un consuelo eterno y una feliz esperanza (2Tes 2, 16-3, 5).

El Concilio Vaticano II recuerda que Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo” (GS, 39).

La fe en aquellos sucesos futuros de transformación, de perfección total no pueden ser excusa para despreciar este mundo caduco, imperfecto, corrupto, matarile… Por eso el Concilio añadía: “No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo” (GS, 39).

Y Juan Pablo II lo recordaba por escrito diciendo que “la inagotable profundización teológica de la verdad cristiana ayuda a entender cada vez mejor que el cristiano no puede encerrarse en el templo; debe estar abierto al mundo dialogando con las filosofías, culturas y religiones” (NMI, 56).

La correcta respuesta cristiana para la etapa actual de la historia no plantea sólo realizar unos retoques o una acomodación circunstancial. Es una renovación de personas y estructuras para crecer o recuperar la fidelidad a Cristo, al Evangelio. No se trata de mantener la metodología del atrincheramiento para, encerrados en los templos o, alejados del mundo en los desiertos, no contaminarse del mundanal mundo mundial.

Atrincherarse y no contaminarse es también una constante tentación en el mundo del Islam pues, por ejemplo, Mohamed Inb Abd Al Whab (1703-1787) fundó el wahabismo cuando empezó a predicar un islamismo intransigente basado en la interpretación literal del Corán, e inspirado en Ibn Taymiyva (1263-1328) -coetáneo de Tomás de Aquino (+1274)-, y tenido como el más afamado jurisconsulto de la escuela hanbalí.

Ahmad b. Hanbal contrapuso a los mu’tazilíes, influidos por el helenismo, el dogma del Corán “increado”, el que no puede sufrir alteración alguna, no puede comportar el más mínimo error de trascripción o la menor corrupción. Por aquí, el wahabismo ha llegado a la intolerancia extrema y considera herejes a quienes no admiten escrupulosamente su dogma.

En su 2ª venida (parusía), Cristo, Dios y hombre, vendrá a juzgar a vivos y a muertos y en ese momento será el llamado Juicio universal y público. El juicio personal se tiene nada más salir de este mundo y que suele dar temor y espanto, revoltillo de tripas y otras alteraciones psíquico-somáticas a quienes  desconocen o mal interpretan las palabras de Cristo:
En verdad os digo que en el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para esa ciudad.
         Os digo que de toda palabra vana que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio.
         Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
         En verdad, en verdad os digo que el que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que pasa de la muerte a la vida.

Benedicto XVI en su Enc. “Salvados por la esperanza” (Spe salvi, 30-XI-2007) escribe que “la idea del Juicio final se ha desvaído: tanta injusticia, si fuera cosa de Dios, no sería un Dios justo y bueno. La imagen del Juicio final no es terrorífica sino de esperanza. Exige responsabilidad”.

Tras el juicio universal habrá la retribución eterna para toda la humanidad pero también se nos asegura la retribución inmediata después de la muerte de cada uno de acuerdo con sus obras y con su fe. El pobre Lázaro goza en el “seno de Abraham” (cf. Lc 16, 22) y al buen ladrón Jesús, clavado en la cruz, le dice: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraiso” (cf. Lc 23, 43)

Juan de la Cruz sabe resumir toda la realidad en la breve frase: “a la tarde te examinarán en el amor”. Muchos siglos antes, Abdías (s V aC), profeta de Samaria, ya había resumido el juicio divino particular y universal diciendo: “Importa mucho no encontrarse faltos de peso”. Yahvéh también sigue hoy viendo a los prepotentes, a los que explotan, a los que impulsan al destierro, a los que hacen trata de blancas, a los orgullosos y a los soberbios, a los que calumnian, a los que causan el desprecio, a los que insultan y maldicen, a los que humillan, a los que roban lo ajeno ... y a los que se venden por dinero.

Francisco de Sales recordaba a sus fieles ginebrinos que hay que “estar preparados viviendo cada día como si fuera el último, unidos con los del cielo”.

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