Aunque es infiel el pueblo de Dios
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Siempre ronda la tentación de
traicionar a Dios, como Judas Iscariote, de caer en la idolatría proclamando
dios a algo que no lo es, sea el dinero, la salud, el placer, etc. por eso,
refiriéndose al obrar humano, escribía Juan Pablo II en su primera Encíclica
programática “El Redentor del hombre (Redemptor hominis, RH, III-1979): “El hombre está siempre amenazado por lo que
produce, por el resultado del trabajo de sus manos y de su inteligencia. Los
frutos se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible contra el mismo
hombre”. Y se sigue leyendo que “la amplitud del fenómeno pone en tela de
juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y
comerciales que rigen la Economía mundial. Nos encontramos ante un drama que no
puede dejarnos indiferentes: el sujeto que sufre los daños y las injurias es
siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por grupos privilegiados y países
ricos que acumulan de manera excesiva
los bienes cuya riqueza se convierte de modo abusivo en causa de diversos males" (RH, 15). Vivir sin Dios o al margen suyo, como si no existiera, repercute en
primer lugar sobre el mismo hombre incrédulo e idólatra. Dios no es Dios porque exista el hombre; ya lo era antes de su creación así que cabe decir que la conducta humana no le afectaen su esencia aunque sí en su corazón de padre y madre.
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Dios, siempre rico en
misericordia, tiene un corazón de padre y madre que comprende, que ama, que no
graba en el disco duro pero ese actuar de Dios escandalizaba y escandaliza también hoy a los pusilánimes o a
los fariseos siempre hipócritas. Lo recuerda Lucas diciendo que los
fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este recibe a los pecadores y come
con ellos. Entonces (Jesús) les propuso esta parábola: ¿Quién de
vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el
campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla (Lc 15,
1-32).
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La Iglesia -sigue diciendo el Papa Wojtyla- debe dar testimonio de la misericordia de
Dios revelada en Cristo, profesándola y tratando después de introducirla y
encarnarla en la vida de sus fieles y de todos los hombres de buena voluntad.
También implorándola frente a todas las amenazas que pesan sobre el horizonte
de la humanidad actual (DM, 13).
La Iglesia -continua más adelante el Papa polaco- tiene el derecho y el deber de recurrir a
la misericordia «con poderosos
clamores» cuando el hombre contemporáneo no tiene la valentía de
pronunciar siquiera la palabra “misericordia”. Es pues necesario una ferviente
plegaria: un grito al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado. Al
igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y
que, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja
descarriada, aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la
iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea
mereciese por sus pecados un nuevo “diluvio”, como mereció en su tiempo la
generación de Noé (DM, 15).
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“Como un viento impetuoso y saludable, la
bondad y la misericordia se han esparcido por el mundo entero. Y delante de
esta mirada amorosa de Dios, que de manera tan prolongada se ha posado sobre
cada uno de nosotros, no podemos permanecer indiferentes, porque ella cambia la
vida” (MM, 4).
“Que los ojos misericordiosos de la Santa
Madre de Dios estén siempre vueltos hacia nosotros (...) La Madre de
Misericordia acoge a todos bajo la protección de su manto (...) y sigamos su
constante indicación de volver los ojos a Jesús, rostro radiante de la
misericordia de Dios” (MM, 22).
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