viernes, 18 de enero de 2019

EL ESPÍRITU SANTO NO PARA

La inteligencia humana y el sentido crítico

 


Cada enero, del 18 al 25 (conversión de Saulo de Tarso) se celebra el octavario o semana de oración por la unidad de los cristianos que este año 2019 lo han preparado cristianos de Indonesia, el país más grande del sudeste asiático y donde el 86% de la población es musulmana. El lema de la semana de oración “actúa siempre con toda justicia” lo han sacado del Deuterenomio (Dt 16, 18-20) a la luz de la situación social del país donde abunda la corrupción.

El octavario se celebra ahora en enero en el hemisferio norte; en cambio en el sur lo hacen en torno a Pentecostés desde la propuesta en 1908 del reverendo Paul Watson. Ya en 1740 los recién nacidos pentecostales propusieron esta iniciativa para rezar por todas las iglesias y con ellas. En 1820 el reverendo James Haldane Stewart publicó «Consejos para la unión general de los cristianos con vistas a una efusión del Espíritu». En 1894 León XIII animó a vivir el octavario en el contexto de Pentecostés.

Pentecostés celebra aquel día en que el Espíritu descendió de forma extraordinaria, llamativa y pública sobre la Iglesia, o sea sobre l@s discípul@s de Jesús que estaban esperándole en el cenáculo. Juntos con María, la madre de Jesús. Se lo anunció Jesús muchas veces y, ya resucitado, les dijo que lo esperasen en Jerusalén. El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho (Jn 14, 26). El Espíritu ayuda a entender, a profundizar, no anula la razón.

Pablo VI, en la Ex Ap Evangelii nuntiandi recordaba que «Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa (…) predisponiendo también el alma del que escucha» (EN, 75).

El Concilio Vaticano II recuerda que «sin duda el Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de la glorificación de Cristo» (Decr Ad gentes, 4), decreto que nos trae a la memoria lo que está en el evangelio: El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8).

Y lo recordaba Juan Pablo II en su tercera encíclica Dominum et vivificante (DV) dedicada al Espíritu Santo, la tercera Persona de la Santísima Trinidad, donde dice: «Hay que mirar atrás (…) aun antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo (…) El concilio Vaticano II (…) nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso fuera del cuerpo visible de la Iglesia» (DV, 53).

El papa Francisco, en una Misa matutina repitió (una vez más) no resistirse a las sorpresas del Espíritu. Es el Espíritu quien (…) lleva a la Iglesia adelante, también con sus problemas (…) también en los momentos de resistencias y de encarnizamiento de los doctores de la ley. El Espíritu –decía en esa homilía- les llevaba a ciertas novedades, ciertas cosas que nunca se habían hecho. Nunca. Ni siquiera las habían imaginado. Que los paganos recibieran el Espíritu Santo, por ejemplo. Los discípulos tenían la patata caliente en las manos y no sabían qué hacer. Así, convocan una reunión en Jerusalén.

La acción del Espíritu Santo puede ser bien correspondida (aunque no es fácil) pero el ser humano puede resistirle y entristecerle –como dice san Pablo a los efesios (cf Ef 4:30)- cuando la correspondencia no es la debida, todo lo humilde que se necesita.

Se colabora con el Espíritu Santo utilizando la cabeza y el corazón. No nos ha creado para ser unos loros o unos comodones, vencidos sobre todo por la pereza mental, aunque esté a la orden del día. Y quizá por eso fray Cantalamessa, el predicador oficial de la Santa Sede, en la primera meditación del reciente Adviento (7-XII-2018) recordaba que hay que “descubrir que Dios no es una abstracción, sino una realidad; que entre nuestras ideas de Dios y el Dios vivo existe la misma diferencia que entre un cielo pintado sobre una hoja de papel y el cielo verdadero”.

Si no se colabora con el Espíritu no se llega a la verdad completa como dijo Jesús y se cae en modos y maneras falsas e incluso detestables, de entender la realidad y las personas. A veces se manifiesta con una seguridad total y absoluta en el “saber” en aquell@s que no necesitan hacer ninguna pregunta y tienen siempre respuesta para todo. Es una actitud mental ideológica que ciega y ensordece el alma, hace que el corazón sea de piedra. ¡Qué “cara” de dolor debe poner el Espíritu en esos casos!, aunque su talante divino es tolerar esa conducta porque respeta la libertad humana con exquisitez divina. No entristezcáis al Espíritu dice san Pablo (Eph 4, 30).

Así ocurre con los resistentes e inmovilistas que intentan por todos los medios decir que con el Concilio Vaticano II no ha cambiado nada (para mejorar y mucho) y que ahora con el papa Francisco no va a cambiarse nada. Tampoco hicieron caso a Pablo VI ni a Juan Pablo II ni a Benedicto XVI salvo en cuatro cosas no comprometedores y que sirven de excusa para aparentar obediencia filial. Siguen diciendo que el Concilio es una tormenta de verano; algo temporal y breve pero de nuevo el sol brillará. A lo mejor no aman a la Iglesia sino a su propio ego, en cambio los otros demuestran un amor grande a la Iglesia pues como la ven enferma en sus miembros, hacen lo posible por mejorar las cosas, sanar lo enfermo, rellenar barrancos,…

Como los fariseos en tiempos de Jesús, están atrapados en sus miles de normas de conducta inventadas y le reprochaban al Nazareno que enseñase a sus discípulos a saltárselas con libertad de espíritu y sin atentar a la prudencia ni a la justicia. Los inmovilistas tienen al Espíritu Santo en  el paro.

Pablo VI y Atenágoras I
Juan Pablo II, en su encíclica ecuménica “Que todos sean uno” (ut omnes unum sint, UUS) de 1995 dejó escrito (las palabras se las lleva el viento, se dice) que «desde la clausura del Concilio en adelante, hay que dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los apóstoles y a la Iglesia. Es la primera vez en la historia que la acción a favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio (…) La unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras (…) El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: “Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad”» (UUS).

El polaco Papa Wojtyla acababa su primera encíclica “El Redentor del hombre” (Redemptor hominis, RH) confesando: “Suplico a la celeste Madre de la Iglesia que, en este nuevo Adviento de la humanidad, se digne perseverar con nosotros, el Cuerpo místico de su Hijo. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo y convertirnos en testigos de Cristo “hasta los últimos confines de la tierra”, como aquellos que salieron del Cenáculo el día de Pentecostés.

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